Para nadie es un secreto que desde hace varios años venimos asistiendo a la destrucción del medio ambiente y, por ende, de la raza humana. En palabras de Fredy Parra Carrasco:
Hoy en todo el mundo y en nuestro propio país, crece la conciencia en torno a la crisis ecológica. Ya no es posible desconocer que vivimos una relación problemática con el medioambiente: contaminación atmosférica y destrucción de la capa de ozono, contaminación de las aguas; empobrecimiento del campo y explotación abusiva del subsuelo; peligros provenientes de residuos de todo tipo, incluidos los radiactivos; envenenamiento de los alimentos; derroche de energía y materias primas, etc. (Parra, 2011).
De otra parte, el Magisterio eclesial no ha sido ajeno a la problemática del medioambiente. Efectivamente, ya la Conferencia episcopal de Aparecida hacía un reclamo:
En las decisiones sobre las riquezas de la biodiversidad y de la Naturaleza, las poblaciones tradicionales han sido prácticamente excluidas. La Naturaleza ha sido y continúa siendo agredida. La tierra fue depredada. Las aguas están siendo tratadas como si fueran una mercancía negociable por las empresas, además de haber sido transformadas en un bien disputado por las grandes potencias (DA, 84).
Pero es pertinente recordar que ya en las Conferencia episcopales de Puebla y Santo Domingo empezaba a emerger la conciencia ecológica y va adquiriendo cuerpo en la Iglesia Latinoamericana debido al deterioro progresivo que va suscitándose en esta región (Vergara, 2005).
Por la misma época de la Conferencia de Puebla, el papa Juan Pablo II se pronunciaba. “Ya en su primera encíclica ‘Redemptor Hominis’ (1979), Karol Wojtyla había llamado la atención sobre la amenaza de contaminación del ambiente natural (8). En un mundo que está dilapidando a ritmo acelerado los recursos materiales y energéticos, y comprometiendo el ambiente ecológico (16)” (Vergara, 2005).