En el contexto de un cristianismo afectado por el giro antropológico y el replanteamiento de la pregunta por el ser humano y su ser/estar en el mundo en la perspectiva de la humanización-deshumanización de la existencia, la lógica de justicia-injusticia social y la paradoja de la fe enfrentada al dolor y la miseria humanas, adquiere sentido preguntarse por la experiencia de fe en el Señor crucificado-muerto-resucitado.
La teología de la cruz–staurología al interior de la teología sistemática–, que se inscribe en una tradición teológica crítica y a la vez, humanizante y esperanzadora, resulta un punto obligado para enfrentar las preguntas y paradojas del cristianismo occidental tardo-moderno. La cruz evoca provocación, locura, paradoja, sufrimiento, maldición, angustia, memoria anamnética; pero igualmente esperanza y criterio de discernimiento sobre la respuesta de Dios a la condición humana.
Ella simboliza el escarnio y tortura de Cristo, la profundidad del sufrimiento de quien ante los ojos de romanos y judíos moría como rechazado, maldito de Dios y blasfemo. Condensa la imagen de aquel cristianismo triunfante y victorioso, que en el imaginario del gran poeta alemán Friedrich von Schiller se muestra como “religión de la cruz”, adorno de tronos e imperios que con frecuencia en la Edad Media provocó el rechazo y la muerte.
Pero el símbolo mismo de la cruz, la señal de la cruz y el crucifijo simbolizan también la fe y el culto de comunidades cristianas marginadas y clandestinas, la mirada y actitud orante, la piedad cristiana y la esperanza de salvación más allá del dolor y la finitud humanas.
Por: Loida Sardiñas Iglesias
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